Mientras contemplaba cómo llevaban al cadalso al último candidato, el patrón se dirigía al público que abarrotaba la plaza.
–¡Orden, orden! –exclamó al tiempo que removía teatralmente el contenido de la caja de madera.
El pueblo estaba engalanado en previsión del día grande, en el que se cumplirían cien años desde la gran hambruna.
–¡Aldegunde! –gritó con triunfal estridencia, sosteniendo en alto un trozo de papel.
Miles de rostros se miraban, como buscándose y rehuyéndose al mismo tiempo. Intenté hacer mutis, pero una mocosa me señaló y dio la voz de alarma.
Eché a correr por una calleja, en vano. Allí me esperaba, ufano, el alcalde.
FIN