Ninguno de los niños que había en el arcón era Tomás. Juan, Blanca y Marcelo contenían la respiración, asustados. Luego estaban los gemelos, con aquellos ojos tan grandes y tristes. Intentó mantener la cabeza fría mientras les pedía –con un tembloroso dedo índice sobre sus labios– que mantuvieran silencio.
Volvían a aporrear la puerta, al tiempo que unas voces parecían apremiarla. Dejó caer el cierre, se echó la mano al rosario y prometió cincuenta y nueve oraciones, una por cuenta, cuando cayese la noche.
Al abrir la puerta los vio: una pareja de oficiales alemanes con expresión lobuna y, entre ellos, el rapaz de cara sucia y mirada culpable.
FIN
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