Capítulo 2. Carretera y manta
Todo un espíritu de contradicción, así se sentía. Allí donde fuese, miles de ojos curiosos se le echaban encima. Y no era para menos: un Mustang Cupé hardtop del 67, reluciente –pintura roja brillante y caballo al galope en la parrilla–, no se veía todos los días. Se sentía orgulloso del auto. Le confería una singular cobertura: la experiencia había demostrado que todos miraban su coche, pero nadie prestaba atención a lo que hubiera dentro de él. Y así iba por la vida, ocultando fechorías en el interior de un gran reclamo. Además, ya contaba con unos añitos encima de la chepa –la gravedad comenzaba a tener efecto sobre su bolsa testicular–, y la sensación de libertad que le transmitía el buga no era cosa baladí. Así que, puestos los pros y los contras en la balanza, salía ganando el bólido que, aparte el cuadrúpedo del frontal, calzaba la friolera de trescientos caballos de potencia. Mientras apuntalaba su plan para deshacerse del cadáver, concluyó que tendrían que pasar por encima del suyo para separarlo de aquella preciosidad carmesí.
Había estudiado la ruta cerca de un centenar de veces –astuto, precavido y con las mínimas concesiones–. Nada de cacharros electrónicos que le indicasen el camino, amén de enseñar a los cuatro vientos dónde se encontraba. No llevaba móviles; no necesitaría comunicarse con nadie hasta que hubiera terminado y hubiera que aportar una prueba de muerte a sus clientes. Metódico como era, se había molestado en añadir unas cuantas albardas al trayecto más rápido. Así tendría tiempo de verificar el tráfico tantas veces como fuera necesario y comprobar que nadie lo seguía. Transitó por el barrio, todavía de noche, mientras la hora punta se desarrollaba. Mezcló avenidas y callejuelas antes de salir a la vía de circunvalación, una de las arterias de asfalto de la gran urbe. Una vez allí se trataba de ir de acuerdo con las reglas: ni demasiado deprisa ni pisando huevos. Conocía de sobra dónde estaban los radares y evitaría las grandes acumulaciones; no quería retrasos y los atascos eran precursores de accidentes, vulgares trampas para aficionados.
Diez minutos antes de lo previsto tomó el desvío hacia la carretera que serpenteaba a través de la sierra. Se encontraba ya alejado de la metrópoli, así que se permitió bajar la ventana para respirar aire más puro y borrarse la peste a carne corrompiéndose que todavía le azotaba las tripas. Mientras contemplaba un amanecer anaranjado, sacó el antebrazo por el hueco y condujo con una mano –casi en automático–. Pensó que se hallaba lo bastante lejos como para permitirse algún gesto de hedonismo de conductor, así que se detuvo en el único bar de carretera que le había parecido de confianza: un minúsculo establecimiento a medio camino entre el desvío de la calzada y el pueblo al que llevaba aquella pista que, aunque asfaltada, no era frecuentada más que por cuatro gatos. Aparcó en una explanada, enorme para las pretensiones del lugar, y salió del coche despacio, no sin recrearse en el contraste que ofrecían el fulgor de las luces de la ciudad, que se percibían lejanas, con el sol que emergía entre las montañas.
CONTINUARÁ…
Qué bien escribes, Jorge… Ya me has enganchado a la historia.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias Mayte. Es un relato que presenté a un concurso…Me quedó un poco largo y por eso lo publico por capítulos. Un abrazo muy fuerte; nos leemos.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Te mandé un mail a la cuenta de correo que tienes en tu blog para hacerte un consulta. No hay prisa. Leelo cuando puedas.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Buenas Mayte. ¡Respondido! Abrazos…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Jorge, mil gracias por tu extensa respuesta. Se me ha hecho tarde y mañana madrugo. Te contesto mañana con calma a tu correo. Un fuerte abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Pingback: El último vuelo (III) | Blog de Aldegunde