El último vuelo (VI, y final)

Capítulo 6. El ojo del águila

Consciente del tiempo, sustrajo el Cartier de oro –esfera clásica– y lo introdujo en la bolsa de plástico, en la que descansaba el anillo con el pentagrama masónico tallado con gran precisión que, por precaución, ya le había evacuado la noche anterior; todo fuera que el rigor mortis dificultase la operación y se las viese en la penosa tarea de tener que cortarle el dedo a un cadáver. Justo después, cerró la portezuela con un gesto seco, casi violento. Tomó distancia, aire y consultó su reloj. Tocaba abordar, sin más dilación, la parte mollar del asunto. Volvió a mirar, una última vez, hacia aquella gran oquedad. Comprobó que nada había cambiado. Elevó la vista, primero hacia los escarpados picos de las montañas que rodeaban el lugar y luego hacia un punto lejano, indefinido, en el cielo.

Fue entonces cuando la vio. Volaba, majestuosa, describiendo círculos –tal vez en pos de una presa–. Parecía un águila ibérica, a ojo de buen cubero, de gran envergadura y plumaje oscuro. Una lástima no poder echar mano de un par de prismáticos para apreciarla más de cerca. Aunque volaba lejos, creyó que podía escrutar sus ojos –oscuros, atentos, de cazador– localizando su próximo bocado. Daba la impresión de que lo distinguía a él: pequeño, insignificante. Se notó cansado y viejo, como colgado de un tiempo que ya no le pertenecía.

Arrancó el pensamiento de su cabeza y se dio la vuelta. Se dirigió, una vez más, hacia el coche. Al acercarse, notó que cargaba ligeramente del lado derecho. De cerca comprobó lo que ocurría y maldijo su estampa: los dos neumáticos del mismo lado descansaban planos, sin aire. Pinchazo múltiple: todo un alarde de la combinatoria y ley de Murphy que, dicho fuese de paso, hoy se estaba cebando con él.

La cosa no mejoró cuando quiso abrir el maletero: el cierre se mostraba atrancado. Lo intentó durante varios minutos, girando el llavín y tirando del portón hasta el paroxismo, pero sin ningún éxito. Masculló maldiciones varias y probó el viejo truco de golpear el cierre –en parte para descargar adrenalina–, pero de nada sirvió.

Intentó rehacerse. Se hizo de nuevo el silencio y escuchó, a lo lejos, el ruido de un motor diésel en algún lugar del bosque. Ató cabos y dedujo que le quedaba poco tiempo para finiquitar el asunto y largarse.

Justo en ese instante comenzó a ocurrir: primero fueron varios fogonazos de luz, cegadores. Apenas unos segundos después de su cuerpo había desaparecido toda emoción. Notó una especie de mareo breve e intenso; cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos le ofrecían una perspectiva diferente: una vista cenital, en la que todo se proyectaba con suma claridad. Se veía a sí mismo, como suspendido en el tiempo, en la frontera del bosque y frente a aquel vasto agujero. También alcanzaba a distinguir, a pocos metros de allí, a los guardias civiles tratando de dar con el lugar a la carrera –los destellos rojos y azules de las luces de emergencia se percibían nítidos, perfectos–. Sólo que a él no le importó, no sintió temor alguno: lo rodeaba una inmensa calma y un atronador silencio. No sintió prisa o urgencia, antes al contrario: quería disfrutar de la epifanía; entender –si era posible– el significado de aquella revelación.

A lo lejos, fue capaz de seguir sus propios pasos dirigirse al viejo Ford. Percibió, amortiguado, el bramido del motor arrancando; un leve movimiento hacia atrás –una imperceptible carrerilla–. Sintió cómo pisaba el acelerador a fondo y se aferraba tercamente al volante. La perspectiva le devolvió la vibración del coche, el violento giro de los neumáticos, que parecían protestar por salir del letargo. Después actuó la física: acción y reacción; un caballo desbocado. Potencia salvaje revestida de pintura roja y cromados. Una estrella fugaz; un cometa de órbita impredecible, sublimado de octanos, empeñado en describir su último vuelo.

Aún tuvo la posibilidad de ser testigo de aquello durante algunos segundos más. Seguía la inmensa claridad azul, y la lección de perspectiva. Le dio tiempo a aferrarse a la belleza, frágil y efímera. Por un momento, el vehículo y el cielo se fundieron en uno, remedaba que se hubiesen convertido en un rayo intenso y cegador que se proyectara desde el centro del universo.

Justo después ocurrió el primer golpe, y todo se volvió oscuro.

Epílogo

Llegaron poco después, aparcando atropelladamente el furgón en el claro, muy cerca de la caída. Salieron y se asomaron, casi al unísono. El policía joven se llevaba las manos a la cabeza.

–Joder… Qué desastre.

Paco se quitó las gafas de sol y se atusó con soltura el amago de bigote. Miraba los restos del Mustang, que había impactado en varias rocas antes de convertirse en una bola de fuego.

–Ya se lo dije, Jose María: sospechoso desde el minuto cero. Con lo cerca que hemos estado de atraparlo, coño. Vamos a tener que pedir ayuda. Pena de coche, por Dios…

Antes de llamar por radio, los dos se fijaron en el ave de presa que describía círculos concéntricos y descendía casi en picado veloz, valiente y determinada.

Como si, al fin, hubiera encontrado lo que buscaba.

FIN

Enlace al capítulo 5: Lanzadas a moro muerto

Enlace al comienzo del relato

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