Le confesé a mi padre lo que había hecho. Abundé en detalles sórdidos para aclarar mi conciencia. Solo en la última semana fueron tres ejecuciones –dos encargos y un secuestro que se fue de las manos–. Lo peor era deshacerse de los cuerpos, por aquello de tener que aguantar la mirada vidriosa del muerto.
Sé que puedo contar con su silencio. Al fin y al cabo, el páter conoce mejor que nadie mi alma de pecador. También me ha dado su absolución, a cambio de cien avemarías, cincuenta padrenuestros y que aclare los oídos a cierto feligrés díscolo.
FIN
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