Cuando llegué estaban poniendo la mesa para cenar. Los muy miserables habían vuelto a olvidar poner un cubierto para mí. Airado, hube de servirme yo mismo. Al volver de la cocina todos lloraban asustados, arremolinados en torno a su madre. Debería darles vergüenza: ignorarme así cuando me mato a trabajar por ellos. Pronto sabrán quién es Luis Alfageme. Y, entonces, aprenderán a respetarme.
***
La mujer, nerviosa, trata de consolar a su prole:
–Agarraos fuerte a mí, niños. Y rezad para que se vaya.
Otra vez tenían que aguantar aquellas voces. Ese molesto arrastrar de sillas, batir de cajones y entrechocar de cubiertos. Sin olvidar las molestas luces parpadeantes.
Tal vez Luis –pensó– sabría qué hacer.
Solo que él estaba muerto.
FIN
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