
El Cenone di San Silvestro era un hito singular en el calendario, la mejor de las excusas para reencontrarse.
Tras las campanadas, que él había acompañado con doce uvas –fiel a la costumbre de su país de adopción–, su tío Francesco había descorchado espumosos y circulado un delicioso pandoro. En la calle retumbaban los ecos de fuegos artificiales, en forma de conspicuos petardos que los jóvenes del pueblo no cejaban en prender. Su prima Bianca abrió las ventanas de par en par. Asomado a una de ellas, Leo reparó en que una de las luminarias de la estrecha calle parpadeaba.
–Cugino, ¡que aproveche! –Dante le entregó el plato y una cuchara sopera, plantándole un sonoro beso en la frente.
Una corriente de aire le produjo un escalofrío. Se mantuvo al margen de la algarabía reinante mientras miraba absorto aquel puñado de legumbres y recordaba lo que le había dicho el doctor.
Afuera, la simbólica batalla la ganó la oscuridad: la farola se apagó, dejando tras de sí un sordo zumbido de estática. Una ráfaga de aire helado le produjo un escalofrío.
Se le ensombreció la cara al advertir la ironía: aquella cosa que crecía en su interior, del tamaño de una lenteja, amenazaba con extinguir su propia luz.
FIN
Hay, esas luces que se apagan y lentejas que se nos indigestan, pero así son los diagnósticos y así uno lo siente en el interior.
Como siempre excelente, inteligente, y con algo de……. misterio?, porque podría ser de otra manera.
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¡Muchas gracias por leer y comentar! Casi todos admiten muchas lecturas… Tantas como lectores. ¡Un beso!
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💙
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