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«El árbitro añadió catorce minutos», logré decir. «Y todo porque en el minuto sesenta del cielo comenzaron a caer tremendos pedruscos y hubo de detenerse el partido», añadí.
El chico me miraba, extasiado. Yo recordaba el olor de la hierba, del granizo. Sentía el aliento de la hinchada como si aún los tuviera encima. También la emoción cuando, a punto de finalizar, conecté aquel chut y el cuero, en extraña parábola, terminó en la red.
«¿Y qué paso, abuelo?», inquirió.
Abrí los ojos y lo miré. Sin embargo, seguía viendo las imágenes del partido, como una secuencia de fotogramas que se mostraban ante mí con toda viveza. Pronto llegaría la jugada definitiva, la que cambió el curso futbolístico de la historia de un equipo que solo contaba las finales por derrotas.
Por fin, reparé en el zagal. Su rostro, aunque familiar, se había desconectado de mi memoria.
También se había desvanecido su nombre.
FIN
Precioso, evocador para mi, probablemente sin sentido pero muy evocador para mí, y el zagal no perdió el rostro ni lo perderá. Luego acabó bien….
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Me alegro de que te haya gustado. No sé por qué, yo también lo considero bastante evocador. Mezcla de cosas, supongo. ¡Un beso!
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