
Me hice un hueco en el abarrotado coche, mientras sentía el traqueteo neumático de los bogies. En Père-Lachaise apenas bajamos cuatro gatos. Recorrí distraída el andén, reparando en los miles de minúsculos azulejos blancos de la bóveda. Al vaciarse la estación, pude escuchar el eco de mis pasos. Apenas sí me percaté de que no eran los únicos.
De repente, dos tipos me adelantaron y se detuvieron frente a mí. Llevaban gorros de lana que cubrían sus rapados cráneos, vaqueros ajustados y botas de estilo militar. Me increparon en un francés ininteligible y me agarraron. Intenté forcejear, mas entre los dos me redujeron e inmovilizaron en el suelo.
Me revolví. En plena lucha, mi hombro izquierdo quedó descubierto. En él se mostraba, conspicuo, el viejo tatuaje que me acompañaba acaso desde el confín de mi memoria: tres líneas convergentes, coronadas por tres puntos. Los desconocidos repararon en el símbolo. Se…
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