por Jorge Aldegunde

No se trataba de vulgares ratoncillos: eran grandes, con sus conspicuas colas y pelaje parduzco, agreste. Las descubrí por casualidad, en el hueco del desagüe del jardín que, por pereza, había olvidado arreglar. En la tienda me dijeron que usara guantes cuando esparciera el veneno. Las condenadas son astutas: si huelen a humano, no lo tocarán.
A los pocos días encontré los cadáveres. En mala hora decidí quemarlos: el hedor se me quedó grabado, literalmente, a fuego.
Hoy la noche es fría; he alimentado una hoguera cálida y amable. Casi me quedo dormido encima de una novela barata. Me despierta un intenso olor a humo; en la casa se ha desatado un incendio. Arde el pasillo, que remeda la antesala del infierno. Humedezco un pañuelo e intento salir. Atravieso, a duras penas, el recibidor y enfilo la puerta. Afuera está oscuro, sin luna.
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Siempre un placer leer tus relatos, máxime cuando hace tiempo que no te prodigas.
Fantástico, puedo recordar la tapa y la cabeza….Abrazos
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¡Muchas gracias! Veo que recuerdas bien a aquellos malditos roedores… ¡Un abrazo!
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