Cuatro sentidos


Su preferido debía ser el verde. Solía vestir así. Al comienzo del curso, en septiembre, cuando el verano daba sus últimos coletazos, no pocas veces llevaba un sencillo peto vaquero de ese color. El cambio de estación hizo que me acostumbrara a verla con un cárdigan de una tonalidad que desconocía. Traté de reproducirla en uno de mis dibujos y el profesor de arte me aclaró –no sin antes fulminarme con la mirada por ignorante–, que era “verde menta: un clásico de toda la vida”. Supongo que es lo que tiene topar con la academia. 

Por lo demás, sabía que se llamaba Chiara y era italiana, estudiante de intercambio y un año mayor que yo. Hasta ahí los hechos. El resto, a mi pesar, eran solo sensaciones. Entre otras, la que me producía verla por los pasillos, rodeada de chicos y chicas –apenas le había costado hacer amigos–. También experimentaba algunas intuiciones: había algo especial en ella, aunque era incapaz de identificar qué. Su forma de caminar la hacia diferente, única. Tenía una manera singular de pasear: serena como un mar en calma; una forma sutil de acaparar la atención de todo el mundo, aunque no dijera ni palabra. Estaba también su voz –que yo había escuchado desde una distancia prudencial–; un hablar grave, solemne y pausado. A lo mejor se expresaba así porque estaba aprendiendo español, que ella pronunciaba con toda la musicalidad de su idioma materno.

Pero yo me moría de ganas de ver de cerca el color de sus ojos.

Nunca he sido de preparar las conversaciones ni los encuentros. Tampoco hice por achicar la lista de incertidumbres que albergaba con respecto a ella. Prefería tirarme a la piscina; tiempo tendría después de lamentar las heridas si me daba de bruces. A lo peor, sería un fracaso más en la lista. Un “no” que, como bien me había enseñado la experiencia, tenía asegurado sin moverme de la silla. Así que resolví probar mi suerte.

Supuse que le gustarían mis creaciones. Había cierto consenso, incluso entre mis enemigos acérrimos (que siempre aportan información valiosa), en que pintar no se me daba mal del todo. Se trataba, además, de una de las pocas actividades en las que destacaba sin apenas esfuerzo, y en las que el tiempo transcurría sin que me diera cuenta. Eché mano de unas acuarelas antiguas en las que había plasmado estampas venecianas: el puente de Rialto al atardecer, la plaza de San Marcos bajo un cielo de nubes deshilachadas, con los turistas difuminados y la luminosa fachada principal del palacio Ducal y el campanile al fondo. Tenía, además, otra del balcón de la casa de Julieta en Verona que, tras pensármelo dos veces, deseché por sosa. Añadí un par de retratos de los que me sentía especialmente orgulloso y guardé todo en una carpeta de cartón algo desgastada con la que, pese a su tamaño, confiaba en no llamar demasiado la atención.

No me resultó tan fácil encontrar el momento, pues siempre estaba acompañada. Siempre había un círculo de amistades infranqueable que remedaba llevarla en volandas allí donde fuera. Pero siempre hay excepciones: una tarde de otoño ventosa y desapacible –por fin– la vi sola.  Avanzaba por el pasillo del instituto mucho más despacio que de costumbre, como si cada paso fuera una odisea. Me hubiera quedado ensimismado mirándola de no ser por un sexto sentido que me alertó de que no debía esperar por otra ocasión más propicia. Así el gran cartapacio y me crucé en su camino.

Debí de asustarla, porque dio un respingo y se detuvo. Llevaba varios libros entre sus brazos, uno de los cuales cayó al suelo. Ella no hizo por recogerlo, solo se detuvo.

–¡Hola…! –saludó sorprendida.

Se mantenía a una cierta distancia respecto a mí, como tanteando el terreno. Por fin pude ver sus ojos. Eran grandes, redondos. Coronados por pestañas densas y largas, y de un profundo color verde. Parpadeaba sin fijarse en mí; como si yo no estuviera frente a ella. Así que opté por acercarme más. Estaba a poco más de un metro de distancia, y seguía mirando un punto indeterminado, a medio camino entre el techo y mi cara. Noté también un velo, casi imperceptible, alrededor de su mirada. De repente, muchas piezas empezaron a encajar en mi cabeza.

–No sé quién eres –añadió–, pero me estás asustando.

Resuelto, me agaché a recoger el libro caído. Acaricié, con las yemas de mis dedos, las microperforaciones de una página sobre la que, aleatoriamente, fueron a posarse. Fue entonces cuando comprendí.

–Creo que se te ha caído esto –acerté a decir.

Ella dirigió sus ojos hacia la voz que le había hablado, estiró la mano hasta dar con su pertenencia y la devolvió a su regazo.

–Gracias. ¿Quién eres? –preguntó.

No supe darle más que la callada por respuesta. Ella esperó unos segundos, frunció ligeramente el ceño y se encogió de hombros. Después se marchó.

Me quedé mirando, mientras se alejaba. Volvía a tener el mismo porte de siempre: elegante y con aplomo.

No había salido como esperaba, ni tan siquiera parecido. Con todo, había añadido una certidumbre –amén de millones de nuevas sensaciones–. Cerré los ojos y suspiré, al tiempo que imaginaba aprehender un nuevo universo con solo cuatro sentidos. 

FIN

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