
Imagen tomada de Pinterest
Capítulo IV. Los penaltis
Me encantaría contar que me lucí en la suerte del punto fatídico, pero no es el caso. Los primeros cuatro penaltis me los colaron con suficiencia, y hasta rabia. Los cuatro tiradores sabían lo que hacían, y lo tenían ensayado. Por nuestra parte, la cosa tuvo algo más de suspense, pero igual los cuatro primeros disparos se contaron por goles, celebrados con explosión y alegría. El caso es que faltaba un lanzamiento y no fue hasta que el entrenador rival me puso el balón en los morros que caí en la cuenta de que el tirador era yo. Glup. Hube de tragar saliva varias veces, mientras miraba alrededor y me convencía de que la broma iba, en efecto, conmigo. El portero rival –un tal Xosé– recibía consejos varios y dedicaba a la pelota miradas de concentración. Por un momento, eché de menos no haber practicado más. Sin tiempo para quejas, tomé algo de carrerilla y preparé la diestra. Golpeé fuerte, sin mirar, el pelo empapado casi tapándome los ojos. El bueno de Xosé dio un pasito al frente y se venció al lado que no era. Gol.
Ahora restaba parar el último penalti.
Resignado, fui hacia la portería. Jesus se comía las uñas. Rubén, Pedro y Juan tomaron una distancia prudente. Solo Elías se acercó:
–Vai á dereita –dijo.
Marqué el lado con la mirada, sutil.
–A outra dereita –corrigió–. Ya te puedes estirar…
Mentiría si dijese que lo pensé mucho. Tampoco tenía más criterio. Supongo que debí haber observado mejor los saques de Xosé pero, con las fuerzas tan justas, me faltaba concentración. Esperé, muy quieto, hacia el centro de la portería. Lucas me miraba con rabia: casi podía escucharle mascullar y desear que una maldición me anclase al suelo, retenido por millones de plomadas. El portero cogió carrerilla, mucha. Abrió las piernas –trasunto adelantado en el tiempo de Cristiano Ronaldo–. Tomó aire y aceleró el paso. Chutaría en plena carrera.
El golpeó sonó como si la pelota profiriera un quejido.
No miré cómo conectaba el disparo, a decir verdad. Solo me lancé en la dirección que había anticipado Elías. Por un momento, la parada fue algo secundario, lejano. Solo quería volar lejos y que la gravedad fuese, por una vez, indulgente con mis huesos.
El impacto del balón me hizo abrir los ojos y exhalar todo el aire que había en mis pulmones. Tuve suerte de que me diera en el pecho porque, de haberlo hecho en otro lugar más blando, me habría desbaratado. No llegué a detener el disparo de primeras pero, al caer, los brazos –que llevaba flexionados y pegados al cuerpo– se estiraron como un resorte para evitar el despeje. Justo al besar el suelo, la inercia del movimiento se cebó con mi cuello y éste, solidario, se lo transmitió a mi cabeza, que crujió contra el asfalto. Entre las mil estrellas que se me dibujaban, acerté a ver cómo el balón se alejaba y, en un último esfuerzo, lo agarré y lo llevé al pecho, protegiéndolo con las piernas.
Entonces el mundo, en forma de aluvión de puntapiés, se me vino encima.
Con la mejor de las intenciones, los jugadores del equipo rival fueron al rechace. En algún momento el balón se despegó de mí lo suficiente; el resto lo hicieron sus enormes ganas de ganar.
Yo no me moví. No tenía cómo hacerlo. La cabeza me dolía horrores y, desde el suelo, tan solo podía esperar, abrazado al esférico como si fuera mi vida.
Más tarde, imposible precisar cuánto, se acercó Jesus. También vino el entrenador rival. Me miró, desde una distancia prudencial. Luego dijo:
–Es gol. Tiene el cuerpo por detrás de la línea. La pelota también. ¡Hay que seguir tirando!
Jesus se le acercó, airado. Apenas a dos centímetros uno del otro, se lanzaban improperios. Alcé la vista para comprobar que la línea de corte asfalto, que habíamos empleado como marca para la portería, dividía la pelota en dos mitades perfectas. Desde el suelo me dispuse a decir algo, pero no podía. Me encontraba sediento, con la garganta seca. También había algo más.
Elías se acercó para ayudarme. Me miró con una expresión distinta.
–¡La cabeza…! ¡Tiene abierta la cabeza!
Entonces, todo se volvió oscuro.
CONTINUARÁ…
He vivido los penaltis como si fuera el portero. Muy bueno. Un abrazo
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¡Me alegro de que lo hayas sentid así! Un abrazo grande, compañero. Nos seguimos leyendo.
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